Una tarde lluviosa, de esas normales en junio, cielo nublado, una lluvia ligera, cielo gris, una capa delgada de agua cubría todas las calles, la vegetación agradecida responde con el verde más espectacular que puede mostrarnos, los niños corren por las calles fingiendo cubrirse de la lluvia y sonriendo con cada gota que cae en su rostro. La vida se refleja en esas pequeñas gotas de agua que llenan todo, que cubren de vida todo lo que está al alcance de la vista y desde lejos disfruta el paisaje el imponente volcán de Agua.
Mientras todo esto pasa, una mujer está sentada en la entrada de su casa, con la mirada clavada en la profundidad, su cabeza es un hermoso y escaso conjunto de hilos de plata, en sus manos, marcadas por el trabajo de toda una vida, un bastón, su lugar de reposo una silla de ruedas, su mirada profunda, perdida en sus pensamientos, en sus recuerdos, en todo aquello que vivió, en todo aquello que vio vivir a los demás, recordando, me aventuro a pensar, en aquellos años de juventud tan lejanos en el tiempo y tan cercanos en su recuerdo.
Me acerco a conversar con ella, su mirada regresa a este mundo, como viniendo abruptamente de otro lugar en el universo, su mirada es profunda pero tierna, una extraña mezcla entre dureza impuesta por la vida y dulzura propia de una abuela. Su cara, marcada ya por el paso del tiempo, dibuja la más tierna y sincera de las sonrisas, sus manos se extienden para recibir las mías y sus ojos posan en mí, no sé si me ven a mí, o algo de su pasado es traído a su memoria por mi presencia, de cualquier forma, esos ojos que antes estaban perdidos en el infinito, se tornan de un brillo especial como expresando un felicidad que sus labios no mencionan, pero su rostro es incapaz de esconder.
Después de un afectuoso saludo, después un abrazo enorme y un beso en la frente, me pide que la acompañe en su tarde de contemplación, me siento junto a ella, apreciando el paisaje comentado al inicio y empiezo a escuchar relatos de su vida, de lo que paso, de por qué paso, quienes estaban en los eventos, que aprendió pero más que nada escucho para entender que quiere enseñarme, que quiere transmitirme, escucho para aprender de un libro vivo, para agradecer con humildad sus enseñanzas, para aprovechar la dicha de un ser que con todo su corazón quiere compartir lo mucho que la vida le enseño.
Mientras sigue relatando incontables capítulos de su vida, mis ojos no pueden dejar de apreciar esos hilos de plata, esa sonrisa marchita por la edad, y esos ojos brillantes que se mueven del recuerdo, la nostalgia, la tristeza y a veces la felicidad traviesa.
La sabiduría viene por esas personas que vivieron la vida de la forma que creyeron era la mejor, y nos comparten sus aciertos y desaciertos, sus logros y fracasos, sus alegrías y tristezas, que nos abren su corazón, añejo ya por muchos años, y nos dan la oportunidad de ver dentro de él, sin reservas, esos seres de hilos de plata y sonrisas marchitas que tenemos la dicha de tener cerca.
Esos seres son los responsables de nuestra existencia hoy, y desde el fondo de mi ser le agradezco a la vida darme la oportunidad de compartir con ese libro vivo, con esa dulzura sincera, con esos niños con canas y experiencias con esos seres que vivieron por y para nosotros. Gracias por los abuelos.
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