Y allí está ella, la muerte, como
nuestra eterna compañera, presente desde el día que llegamos. Algunas veces ríe
a carcajadas de nuestros planes y otras veces nos ve derramar lágrimas en
silencio, contemplándonos casi con ternura.
Ella no es como la pintan, no es cruel ni es sádica, es una presencia
constante que está allí a nuestro lado, sin prisas y sin saña, con la guadaña
en mano para guardar las apariencias, viendo cómo la vida, en su proceso de
enseñanza y nuestras decisiones, algunas veces nos van matando pedazos del alma,
es allí cuando ella toma esos pedazos entre sus dedos, amorosamente, y los
guarda en un cofre hecho de cristal, los va poniendo allí hasta que un día, sin
darnos cuenta, toda nuestra alma está dentro del cofre, el cuerpo sigue vivo y no lo
ve, pero la muerte sabe que su trabajo está hecho, sólo le queda esperar por la
cita final, algún día, ojalá no muy distante del momento en que el alma terminó
de morir.
Sin prisa y sin saña, amorosamente
nos recibe, por pedazos, mientras nos empeñamos en ignorarla e ir muriendo de a
poco sin que nadie nos lo pida.

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