Es en la vacía resonancia de la multitud es en
donde más fuerte resuenan las voces de melancolía, al ver carreras sin rumbo
definido, consumo sin sentido, tristezas adormecidas y una gran masa humana
sucumbiendo a la cotidianidad insulza, a la rutina hueca, al ruido ensordecedor
del murmullo, a los alaridos vociferantes de la publicidad.
Almas angustiadas, miradas distantes, caminares
pesados, suspiros lejanos y sentires apados.
Todos van de vuelta, o llegando, tal vez no saben bien la
diferencia. Sonrisas para la cámara,
obsequios por la ausencia, pantallas hipnotizantes robando el tiempo, robando
miradas, robando la vida. Un cumulo de autómatas siguiendo letreros, buscando
salidas, escapando a realidades, creando mentiras para ser creídas.
En una esquina escondida, tras el velo del
anonimato y la indiferencia generalizada, una mirada observa aquellos andares, como
el gran hermano que vigila, pero esta vez sin necesidad de esconderse pues
nadie levanta la vista, tratando de entender cuando fue que todos morimos sin
darnos cuenta, cuando fue que se apagaron las miradas dulces y las sonrisas
genuinas, ¿cuándo fue que, sin darse cuenta, la humanidad mato su alma mientras
perseguía lo tangible, lo efímero, lo momentáneo, lo palpable e irreal?
Entre este remolino de cuerpos vacíos, en donde
vienen y van reflejos de almas y restos de seres, se crea una irrealidad tan
real que hace dudar si estamos o no, si somos o no, si vamos o venimos.
La puerta se abre, los pasos se escuchan, los
destinos se anuncian, la rutina se presenta, la vida se esconde, nuevamente
derrotada por quienes se creen vivos mientras solo ocupan un espacio.